de su empuje y se emperró con más furia que nunca en los pobres indios que pataleaban con " muda desesperación antes de ennegrecerse más todavía, a paso y medio de la eternidad. Los muertos sembraron los caminos, las sendas, los pajonales, las inmensidades y los pueblecitos, todos con las patas estiradas para arriba, mos- trando la blanca planta de sus pies al sol helado. Trotando golosa, la Peste jugueteó un par de días en Oruro y redujo a la ciudad a la som- bra de lo que era, algo difícil en sí, si es que compartimos con alguien que conoció lo noco que quedaba de Oruro añtes de la Peste. Des- pués, pícara, se deslizó por el Sur y cosechó vi- das sin vausa ni prisa en Potosí. cosa fácil si se considera que los habitantes de la Villa co- men mal, beben mucho y duermen más. Fina!- mente acabó con los gordos campestres de Co- chabamba, o poco menos, v finalmente entró en la capital como quien dice por Ja puerta de atrás. sorprendiendo a los citadinos con algo parecido con un puntapié fétido en el trasero. La Plaga, entonces, como chancho que se regodea en su barrizal preferido, retozó en la ciudad por algunos días. s Machicao, , Perci. “La Peste Negra de 1975”; ediciones Isla, 1979.