Mis ojos se habían acostumbrado a la oscuridad. Y tan só- lo más allá de estos confines impenetrables se adivinaba un ho- rizonte de vastas formas, donde seguramente debía iniciarse la verdadera oscuridad, y cuando sentí que la oscuridad era como la hermosura de una imagen, preguntándome por el sitio en que ésta pudiera encontrarse, pensé en la lejanía. Pues la leja- nía era inalcanzable, de la misma manera que la hermosura de una imagen en la oscuridad, que era asimismo inalcanzable. Mi alma tenía ahora solamente la edad de mi cuerpo habi- tando en el mundo, con una admiración ingenua y devota como la mía ante las revelaciones; frente al mar, aquella noche, la simpatía de mi alma hacia mi, junto con la armonía interior, se patentizaba por un grave sentimiento de gratitud que me sobrecogió, ante la perpetua comunión con mi alma. La tempestad Tendido en mi cama, ahora que el sol quema y la atmósfe- ra es irrespirable, cuando ha cundido un silencio premónitorio que se remonta al horizonte, que fluye en el estridor de las máquinas y se desprende del oleaje, a la hora de la quietud, me da en qué pensar mi presencia aquí, me apena estar. aquí, yo me rebelo, no estoy donde debo estar ni donde deben ocurrir las cosas que realmente ocurren cuando yo no estoy, y, si es que me ocurren a mí, ello ocurre en apariencia puesto que no llego a ser en las cosas lo que yo quiero, ni veo en ellas lo que yo soy. Se avecinaba una tempestad, según rumores que corrían desde por la mañana.