conmigo en lo siguiente: me parece injusto el que cada cual no sea dueño de decidir su propia suerte. El viejo le dirigió una mirada extraña, con la sospe- cha de hallarse ante uno de esos agentes de quién sabe qué secta religiosa, metidos a redentores, quienes avizo- ran catástrofes a cada paso y aconsejan hacer tal o cual cosa para salvarse. Y respondió: —Yo creo en Dios, pero... —¿No ve cómo marcha el mundo? NI siquiera con la intervención de su Dios se arreglaría nada. Todo es vano, todo está maleado. Puede usted estar seguro: lo que se nos viene es mucho peor de lo que ocurre ahora, aunque parezca increíble que pudiese ocurrir algo peor. A todo esto, algunos curiosos habíanse acercado a los interlocutores, y formaban un pequeño grupo. Un hom- brecito, de rostro infantil, mirando inquisitivamente al forastero, le dijo: —Lsted dirá que no me importa, pero tengo curiosi. dad por saber qué solución le da a todo esto. —¿Yo? Ninguna. No sé nada de nada. Ni siquiera s£ por qué le habré preguntado tantas cosas al señor —con- testó el aludido, señalando al viejo. El hombrecito, con una mezcla de comprensión y bur- la en el rostro, y como queriendo aclarar alguna cues- tión, dijo: —En realidad, usted se ha referido al progreso de |:: civilización, pero con un tremendo pesimismo. —¿Progreso, dice usted? Esa es una palabra que se usa con demasiada frecuencia, hoy en día. Sobre todo, si se trata de justificar cualquier atrocidad —exclamó el forastero, poniéndose iracundo. Y dijo a gritos—: !Me creen un loco porque veo la realidad; porque me espanta la indiferencia del hombre ante su propia destrucción: porque me niego a tener que vivir sin existir; porque crec en la belleza, aunque la belleza no sea útil! !Nadie se da cuenta de que se están echando las últimas paladas de tierra, con las que se acabará por cubrir el gran sepulcro! Mientras tanto, el viejo había visto por conveniente seguir su camino; pero el grupo de curiosos había cre- cido, y el pequeño hombrecito continuaba allí, con su ros- tro de niño, mirando fijamente al forastero, que ahora echóse a caminar; su voz se tornaba suave y cálida y, sin duda, había perdido la conciencia de que se le escu- chaba: —Ya no hay hombres dignos de llamarse tales —pro- siguió diciendo—; la humanidad entera no es más que una gran fábrica, la cual vomita el estiercol más refinado que: se haya logrado producir en todos los tiempos. La amargura había comenzado a ganar terreno a la ira; el orador declaró, bajando el tono de su voz: —pPor donde se mire, por donde se mire, hay sólo basura. Y aun cuando esto no les sirva de nada, yo les digo: !pobre de aquel que en estos tiempos se atreviese a mover un sólo dedo en defensa de la verdad! —l!Qué lástima! —comentó alguien, en tono de burla Sin embargo el extraño personaje, dirigiendo una mi- rada triste y vaga, dió media vuelta y se apartó lenta- mente, con la cabeza baja, dejando tras de sí un coro de risas de grandes y chicos, a quienes él había servido de hazmerreír durante largo rato. Pasó el resto del día caminando como sonámbulo, sin poder distinguir las cosas, que desfilaban borrosas an- te su húmeda mirada. Hallábase sumido en la amargura porque ésta era la última estación de su úitimo viaje. Trataba de compren-